Dentro
de dos meses, el 25 de mayo, los electores españoles elegirán a sus 54
diputados europeos. Es importante que, esta vez, a la hora de votar se sepa con
claridad lo que está en juego. Hasta ahora, por razones históricas y
psicológicas, la mayoría de los españoles –jubilosos de ser, por fin,
“europeos”– no se molestaban en leer los programas y votaban a ciegas en las
elecciones al Parlamento Europeo. La brutalidad de la crisis y las despiadadas
políticas de austeridad exigidas por la Unión Europea (UE) les han obligado a
abrir los ojos. Ahora saben que es principalmente en Bruselas donde se decide
su destino.
Entre
los temas que, en esta ocasión, habrá que seguir con mayor atención está el
Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI) (1). Este convenio se
está negociando con la mayor discreción y sin ninguna transparencia democrática
entre la Unión Europea y Estados Unidos (EEUU). Su objetivo es crear la mayor
zona de libre comercio del planeta, con cerca de 800 millones de consumidores,
y que representará casi la mitad del Producto Interior Bruto (PIB) mundial y un
tercio del comercio global.
La
UE es la principal economía del mundo: sus quinientos millones de habitantes
disponen, en promedio, de unos ingresos anuales per cápita de 25.000
euros. Eso significa que la UE es el mayor mercado mundial y el principal
importador de bienes manufacturados y de servicios, dispone del mayor volumen
de inversión en el extranjero, y es el principal receptor planetario de
inversiones extranjeras. La UE es también el primer inversor en EEUU, el
segundo destino de las exportaciones de bienes estadounidenses y el mayor
mercado para las exportaciones estadounidenses de servicios. La balanza comercial
de bienes arroja, para la UE, un superávit de 76.300 millones de euros; y la de
servicios, un déficit de 3.400 millones. La inversión directa de la UE en EEUU,
y viceversa, ronda los 1,2 billones de euros.
Washington
y Bruselas quisieran cerrar el tratado ATCI en menos de dos años, antes de que
finalice el mandato del presidente Barack Obama. ¿Por qué tanta prisa? Porque,
para Washington, este acuerdo tiene un carácter geoestratégico. Constituye un
arma decisiva frente a la irresistible subida en poderío de China; y, más allá
de China, de las demás potencias emergentes del grupo de los BRICS (Brasil,
Rusia, la India, Sudáfrica). Hay que precisar que, entre los años 2000 y 2008,
el comercio internacional de China creció más de cuatro veces: sus exportaciones
aumentaron un 474% y las importaciones un 403%. ¿Consecuencia? Estados Unidos
perdió su liderato de primera potencia comercial del mundo que ostentaba desde
hacía un siglo… Antes de la crisis financiera global de 2008, EEUU era el socio
comercial más importante para 127 Estados del mundo; China sólo lo era para 70
países. Ese balance se ha invertido. Hoy, China es el socio comercial más
importante para 124 Estados; mientras que EEUU sólo lo es para 76.
¿Qué
significa eso? Que Pekín, en un plazo máximo de diez años, podría hacer de su
moneda, el yuan (2), la otra gran divisa de intercambio internacional (3), y
amenazar la supremacía del dólar. También está cada vez más claro que las
exportaciones chinas ya no sólo son productos de baja calidad a precios asequibles
por su mano de obra barata. El objetivo de Pekín es elevar el nivel tecnológico
de su producción (y de sus servicios) para ser mañana líder también en sectores
(informática, finanzas, aeronáutica, telefonía, ecología, etc.) que EEUU y
otras potencias tecnológicas occidentales pensaban poder preservar. Por todas
estas razones, y esencialmente para evitar que China se convierta en la primera
potencia mundial, Washington desea blindar grandes zonas de libre cambio a las
que los productos de Pekín tendrían difícil acceso. En este mismo momento, EEUU
está negociando, con sus socios del Pacífico (4), un Acuerdo Transpacífico de
Libre Cambio (Trans-Pacific Partnership, TPP, en inglés), gemelo asiático del
Acuerdo Transatlántico (ATCI).
Aunque
el ATCI empezó a gestarse en los años 1990, Washington ha presionado para
acelerar las cosas. Y las negociaciones concretas se iniciaron inmediatamente
después de que, en el Parlamento Europeo, la derecha y la socialdemocracia
aprobaran un mandato para negociar (aceptado también, en España, en la
proposición presentada conjuntamente, en el Congreso de los Diputados, por el
PP y el PSOE…). Un informe, elaborado por el Grupo de Trabajo de Alto Nivel
sobre Empleo y Crecimiento, creado en noviembre de 2011 por la UE y EEUU,
recomendó el inicio inmediato de las negociaciones.
La
primera reunión tuvo lugar en julio de 2013 en Washington, seguida de otras dos
en octubre y diciembre (5). Y aunque las negociaciones están actualmente
suspendidas debido a desacuerdos en el seno de la mayoría demócrata en el
Senado de Estados Unidos (6), las dos partes están decididas a firmar lo antes
posible el ATCI. De todo esto, los grandes medios de comunicación dominantes
han hablado poco, con la esperanza de que la opinión pública no tome conciencia
de lo que está en juego, y de que los burócratas de Bruselas puedan decidir
sobre nuestras vidas con toda tranquilidad y en plena opacidad democrática.
Mediante
ese acuerdo de marcado carácter neoliberal, EEUU y la UE desean eliminar
aranceles y abrir sus respectivos mercados a la inversión, los servicios y la
contratación pública, pero sobre todo intentan homogeneizar los estándares, las
normas y los requisitos para comercializar bienes y servicios. Según los
defensores de este proyecto librecambista, uno de sus objetivos será “acercarse
lo más posible a una eliminación total de todos los aranceles del comercio
transatlántico en bienes industriales y agrícolas”. En cuanto a los servicios,
la idea es “abrir el sector servicios, como mínimo, tanto como se ha logrado en
otros acuerdos comerciales hasta la fecha” y expandirlo a otras áreas, como el
transporte. Sobre la inversión financiera, las dos partes aspiran a “alcanzar
los niveles más altos de liberalización y protección de las inversiones”. Y sobre
los contratos públicos, el acuerdo pretende que las empresas privadas tengan
acceso a todos los sectores de la economía (incluso a las industrias de
defensa), sin discriminación alguna.
Aunque
los medios de comunicación dominantes apoyan sin restricción este acuerdo
neoliberal, las críticas se han multiplicado sobre todo en el seno de algunos
partidos políticos (7), de numerosas ONG y de organizaciones ecologistas o de
defensa de los consumidores. Por ejemplo, Pia Eberhardt, miembro de la ONG
Corporate Europe Observatory, denuncia que las negociaciones se han llevado a
cabo sin transparencia democrática y sin que las organizaciones civiles hayan
tenido conocimiento en detalle de lo que se ha acordado hasta ahora: “Hay
documentos internos de la Comisión Europea –declara la activista– que indican
que esta se reunió, en la fase más importante, exclusivamente con empresarios y
sus lobbys.
No hubo un solo encuentro con organizaciones ecologistas, con sindicatos, ni
con organizaciones protectoras del consumidor” (8). Eberhardt observa con
inquietud una posible disminución de las exigencias para la industria
alimentaria. “El peligro –comenta– lo conforman los alimentos no seguros
importados de EEUU que podrían contener más transgénicos, o los pollos
desinfectados con cloro, procedimiento prohibido en Europa”. Añade que la
industria agrícola-ganadera estadounidense exige la supresión de los obstáculos
europeos a ese tipo de exportaciones.
Otros
críticos temen las consecuencias del ATCI en materia de educación y de conocimiento
científico, pues podría extenderse a los derechos intelectuales. En este
sentido, Francia, para proteger su importante sector audiovisual, ya impuso una
“excepción cultural”. El ATCI no abarcará las industrias culturales.
Varias
organizaciones sindicales denuncian que, sin ninguna duda, el Acuerdo
Transatlántico ahondará en los recortes sociales, en la reducción de los
salarios, y destruirá empleo en varios sectores industriales (electrónica,
comunicación, equipos de transporte, metalúrgica, papel, servicios a las
empresas) y agrarios (ganadería, agrocombustibles, azúcar).
Los
ecologistas europeos y los defensores del comercio justo explican además que el
ATCI, al suprimir el principio de precaución, podría facilitar la supresión de
regulaciones medioambientales o de seguridad alimentaria y sanitaria, a la vez
que puede suponer una merma de las libertades digitales. Algunas ONG
ambientalistas temen que se comience también a introducir en Europa el
fracking, o sea el uso de sustancias químicas peligrosas para los acuíferos,
con el fin de explotar el gas y el petróleo de esquisto (9).
Pero uno de los principales
peligros del ATCI es que incorpora un capítulo sobre “protección de las
inversiones”, lo que podría abrir las puertas a demandas multimillonarias de
empresas privadas en tribunales internacionales de arbitraje (al servicio de
las grandes corporaciones multinacionales) contra los Estados por querer estos
proteger el interés público, lo cual puede suponer una “limitación de los
beneficios de los inversores extranjeros”. Aquí lo que está en juego es
sencillamente la soberanía de los Estados y el derecho de estos para llevar a
cabo políticas públicas en favor de sus ciudadanos. Para el ATCI, los
ciudadanos no existen; sólo hay consumidores, y estos pertenecen a las empresas
privadas que controlan los mercados.El desafío es inmenso. Y la voluntad cívica de parar el ATCI no debe ser menor. / Le Monde Diplomatique
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